El multiculturalismo: Una utopía destinada al aniquilamiento material y espiritual de los pueblos europeos
BD/Reproducido.- El multiculturalismo no es, hablando en sentido estricto, una ideología política común, un cuerpo de ideas basado en unas teorías sociales y económicas más o menos discutibles, una interpretación racional del hombre y su mundo sobre la que se basa después un programa de reforma de la sociedad, sino simplemente una creencia, casi una religión. Pues es evidente que el multiculturalismo pertenece a la familia de las creencias religiosas.
Los adeptos de esta nueva religión son generalmente incapaces de darnos una explicación coherente de sus dogmas en mutación permanente: los propagadores de esta “buena nueva”, que anuncia el Edén terrenal a corto plazo y para siempre, tanto hablan de integración como de intangiblidad de las culturas, tanto de mestizaje como de preservación de las diferencias, tanto de “igualdad” como de “diferencia”, tanto de uniformidad como de diversidad, tanto de unidad como de pluralidad, tanto del deber de solidaridad con el “Otro” como de la supuesta necesidad que tendríamos de acogerlo…
Pero desde el punto de vista de la extensión del fenómeno, estas contradicciones y otras discusiones de los teóricos del multiculturalismo no tienen ninguna importancia. Los creyentes de esta nueva religión no las entienden. Lo que estos retienen del multiculturalismo es únicamente la idea fundamental de que nuestras sociedades hasta ahora monoétnicas, homogéneas racial y culturalmente, son sociedades imperfectas y que hay que favorecer la implantación masiva de otras razas y culturas sobre los suelos nacionales de las distintas patrias europeas para cambiar este defectuoso estado de cosas. El dircurso cambiante de los doctores de esta iglesia, haciendo contorsiones dialécticas para adaptar su discurso a la realidad que huye del catecismo imperante, no alcanza a la masa de los sectarios de esta creencia. “Las masas siempre aceptan las doctrinas en bloque y nunca evolucionan. Sus creencias revisten siempre una forma muy simple. Implantadas fuertemente en unos cerebros primitivos, estas permanecen inquebrantables durante mucho tiempo”.
Ningún apóstol nunca ha dudado del futuro de su fe, y los apóstoles del multiculturalismo están persuadidos del triunfo próximo de la suya. Una victoria tal implicaría necesariamente la destrucción de la sociedad actual y su reconstrucción sobre otras bases. Nada aparece más sencillo a los discipulos de los nuevos dogmas. Es evidente que se puede, mediante la violencia, desorganizar una sociedad (y la invasión masiva de nuestros días es la mayor violencia que haya sufrido Europa en toda su historia). Se puede destruir en una hora un edificio levantado en mucho tiempo. ¿Pero podemos admitir que el hombre puede volver a levantar a placer una organización destruida?
Para entender la influencia ejercida por el multiculturalismo e incluso su aparente éxito cada día más visible en nuestras sociedades no es necesario examinar sus dogmas. Cuando observamos las causas de este éxito, constatamos que este es totalmente extraño a las teorías que esos dogmas proponen o a las negaciones que imponen. Al igual que las religiones, el multiculturalismo se propaga por otros motivos que por razones. El multiculturalismo es muy débil cuando trata de discutir de argumentos racionales, concretos, sacados de la realidad misma de las cosas. Pero se fortalecen en el terreno de las afirmaciones, de los ensueños y de las promesas quiméricas.
Gracias a esas promesas de regeneración de nuestras sociedades que nos anuncia el nuevo orden basado en la cohabitación de grupos diametralmente distintos cuando no opuestos e incompatibles, el multiculturalismo llega a constituir una creencia con forma religiosa antes que una doctrina basada en la razón. “La gran fuerza de las creencias, cuando llegan a revestir esta forma religiosa, es que su propagación es independiente de la parte de verdad o de error que puedan contener”.
Cuando una creencia está fijada en las almas, su absurdo no aparece, la razón ya no la alcanza. Sólo el tiempo puede desgastarla. Lo que ha entrado en la esfera del sentimiento no puede ser ya tocado por la discusión. Las religiones, que no actúan más que sobre los sentimientos, no pueden ser socavadas con argumentos, y es por ello que su poder sobre las almas siempre ha sido absoluto.
El multiculturalismo no viene a reemplazar la utopía socialista, ya moribunda y fracasada. Es una nueva versión antes del descalabro final de esa otra religión que cambia de aspecto según las épocas sin querer desaparecer definitivamente. Los inmigrantes, o mejor dicho los colonos de esta colonización en sentido inverso, se han convertido en el nuevo proletariado cuya emancipación y triunfo han de regenerar la sociedad y el mundo, creando el “hombre nuevo” que toda religión lleva en sí.
La quimera multiculturalista tendrá una vida mucho más breve que la utopía socialista, y un fin mucho más dramático. “El socialismo proponía unas esperanzas y era eso lo que hacía su fuerza. Cada uno, según sus propios sueños, sus ambiciones o sus deseos veía en el socialismo aquello que los fundadores de la nueva fe no habían pensado siquiera en poner en ella. Los pobres, bajo la carga de su dura labor entreveían confusamente un paraíso luminoso en el que serían colmados de bienes a su vez. La inmensa legión de descontentos esperaba que su triunfo sería el mejoramiento de su destino… Es la suma de todos esos sueños y de todos esas insatisfacciones y enojos, de todas esas esperanzas, lo que daba a esa fe su incontestable fuerza”. (Gustave Le Bon, Psicología del socialismo, 1898)
Derrumbado el socialismo bajo el peso de sus contradicciones y de las realidades que no conocen de fantasías ni de credos, aparece el último capítulo de esa larga serie de químeras y utopías, que buscando la felicidad universal de la humanidad, ha engendrado los monstruos más sedientos de sangre y destructivos que la mente humana podía imaginar. A aquellas equivocadas teorías económicas y sociales, al fracaso de un concepto del hombre eminentemente materialista y huérfano de espíritu, y como colofón a la historia del desvarío de los hombres, busca ahora tomar el relevo el llamado multiculturalismo. Su triunfo no sería simplemente el de una ideas nefastas (que pueden combatirse) o la implantación de un régimen cualquiera (que se puede derrocar), sino la suplantación por submersión de unos pueblos europeos por otros no europeos: un genocidio por sustitución. Se sale de las dictaduras o de los malos gobiernos, se puede cambiar de régimen político o rechazar un sistema económico cuando estos ya no dan más de sí y ni la fuerza ni la coerción alcanzan ya para sostenerlos y perpetuarlos, sólo la muerte no admite corección ni ofrece alternativa.
Es la muerte de los pueblos europeos la meta última del multiculturalismo. Esa muerte no vendrá con la desaparición física del último europeo consciente de serlo, sino con la de su cultura, de su modo de vida, de su mentalidad, de sus valores, de su espíritu, ahogados bajo una caótica marea multirracial y multicultural. El multiculturalismo no busca la victoria de lo que predica, es decir del propio multiculturalismo, la utópica e irreal convivencia armónica y provechosa entre diferentes razas y culturas en un mismo espacio, celosas de sus particularismos culturales y sometidas a diferentes códigos legales y morales. El multiculturalismo tiene como principal y tal vez como único objetivo el aniquilamiento material y espitual de los pueblos europeos y el fin de sus culturas milenarias, el saqueo de sus riquezas y la ocupación de su espacio, en suma el exterminio de la civilización del hombre blanco y el retorno a la barbarie de los primeros balbuceos de la humanidad. El multiculturalismo es, en definitiva, el caballo de Troya de los enemigos de Europa
y la cultura y modo de vida de sus pueblos, una ideología de derribo para aniquilar los pueblos blancos.
Ese credo, tan contrario a los intereses de aquellos mismos a quienes se busca imponerlo, tan incompatible con la supervivencia y continuidad de nuestras naciones, es tan absurdo y criminal que no puede progresar predicando su ilógico catecismo sobre el conjunto de sus víctimas necesarias. Es por eso que la invasión masiva y acelerada extraeuropea es fundamental para ese fin. Sólo una minoría de europeos se rendirán al culto de la destrucción de sus patrias milenarias, el culto de su propia muerte. Sin el concurso de las masas extranjeras ya presentes sobre suelo europeo y de las que están en marcha para sumarse a esa marea, el multiculturalismo no pasaría de ser una anécdota menor, una extravagancia intelectual, una idea grotesca y sin porvenir, un “brindis al sol”.
Es por ello que el multiculturalismo no puede triunfar, es decir implantarse como sistema, más que sobre la base de unos enormes contingentes no europeos que se impondrían por la fuerza de la cantidad a las poblaciones autóctonas. No se puede esperar que los propios europeos, de manera voluntaria y masiva abracen la causa de su propia desaparición. Sin duda estos no lo harán en su mayoría, pero el tamaño de las poblaciones extranjeras será dentro de poco de tal envergadura que esta actuará como arma de intimidación y de amenaza sobre los europeos.
Cuando la relación demográfica entre nativos y alógenos se trastoque de manera dramática, cuando se altere gravemente el equilibrio entre ambas poblaciones, todavía ampliamente favorable al elemento europeo, entonces aparecerá la violencia generalizada y sin freno contra este último. Ese momento llegará incluso mucho antes de que las poblaciones extra europeas sean mayoritarias en cada uno de los distintos países de Europa. Para esto bastará que haya en la percepción, en el ánimo de las huestes colonizadoras (en algunos grupos étnicos y culturales más que en otros) la sensación de que la víctima ya está entregada y sin defensa posible, de que “el viento sopla en su favor” y las posibilidades de éxito son, más que razonables, probables. Entonces empezarán las agresiones sistemáticas y generalizadas, el asalto frontal y sin máscara a nuestras patrias, en una lucha en la que nos jugaremos el ser o no ser, la sumisión o la liberación, el fin o el renacer. No podemos preveer con exactitud cuando ni cómo llegará ese tiempo, pero todo indica que ya estamos viviendo los prolegómenos de un conflicto terminal que desembocará en guerra abierta probablemente en un futuro no demasiado lejano. La cuenta atrás ya ha empezado y el tiempo corre en contra nuestra.
Pareciera que llegados a ese punto, en que las incógnitas del tiempo presente se han ido desvelando una tras otra y que el futuro no ofrece ya dudas, todo un mundo fuera sin embargo incapaz de reaccionar y aceptara desaparecer en silencio, sin sobresaltos ni rebeldía, dando por inútil todo gesto de oposición y toda voluntad de resistir. La vida no es un regalo gratuito sino una lucha permanente. Quien no lucha perece, quien se entrega desaparece. No hay ideología ni creencia que pueda sustituirse a las leyes inmutables de la naturaleza. El crimen de soberbia contra el orden natural de las cosas conlleva un castigo de extraordinaria severidad. Los pueblos europeos no tardarán en experimentar las terribles consecuencias de sus perversos despropósitos y sus insensatas transgresiones. La rueda de la Historia ha empezado a girar y nada de lo que digamos o hagamos podrá detenerla ya. La fruta pronto estará madura. Lo peor es seguro, el desastre es inevitable. La utopía multicultural estaba destinada al baño de sangre desde su comienzo.
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