¡Perdón, Israel!
¡Perdón, Israel! Porque desde que se firmó el armisticio (1949) hasta la Guerra de Suez (1956), Egipto entrenaba fedayines que partían desde Gaza con el propósito de cometer la mayor cantidad posible de asesinatos contra civiles. No hubo protestas ni condenas por esa criminal agresión. Ninguna.
En 1956 estalló el conflicto por el Canal de Suez. Israel necesitaba poner fin a la incesante incursión de fedayines. Quería hacer saber al presidente Naser que sus delitos no serían tolerados. En poco tiempo conquistó Gaza y la entera Península del Sinaí. Pero un acuerdo de Estados Unidos y la Unión Soviética exigió el inmediato retiro de Israel, sin que obtuviera ningún compromiso sobre el cese de las incursiones de fedayines. Sólo consiguió que un contingente de la ONU patrullase su frontera.
Los atentados contra Israel prosiguieron, como era de prever. No sólo desde Egipto, también desde Siria y Jordania. En 1967 Naser decidió borrar a Israel de una santa vez. Se armó y desafió sin disimulo. Bloqueó el Golfo de Akaba. Llenó de tropas el Sinaí. Manifestó que se lanzaría a una guerra despiadada desde el sur, mientras Siria bombardearía desde el norte. Exigió que las tropas de la ONU se fueran, para tener abierta su llegada al corazón de Israel.
¡Perdón, Israel! El mundo no se manifestó contra este inminente genocidio. Un genocidio de verdad. La ONU, en vez de aumentar su dotación de fuerzas para impedir la matanza, obedeció a Naser. Entonces Israel, ante un riesgo mortal, tomó la iniciativa poco antes que sus enemigos. Fue la Guerra de los Seis Días, en que derrotó a Egipto, Siria y Jordania.
Pero de nuevo el mundo no fue justo con Israel. Resonaba en todos los medios internaciones la exigencia de que Israel se retirase de los territorios conquistados. Era el triunfador y debía comportarse como el vencido. Era la primera vez en la historia del mundo que se realizaba semejante inversión de roles. Los diplomáticos no accedieron a respaldar la legítima exigencia de Israel para que terminase la hostilidad árabe. No machacó sobre el deber árabe de reconocer a Israel y permitir que esa región empezara a vivir en paz. Una paz duradera. No. Predominó la tesis de que Israel debía retirarse sin exigir nada. Como si hubiera sido quien había deseado esa desproporcionada guerra. Los dirigentes de los países árabes se reunieron en Jartum (Sudán) y firmaron los célebres y nefastos Tres Noes: no al reconocimiento de Israel, no a la paz con Israel y no a las negociaciones con Israel. Semejante ofensa y agresividad no fue replicada por el mundo como merecía. Y las consecuencias se hicieron sentir. Porque siguió el clima de guerra, la inseguridad y el cultivo del odio. ¡Perdón. Israel!
Mientras, en los territorios que antes habían pertenecido a Egipto, Siria y Jordania, los árabes recibieron buen trato por parte de las autoridades israelíes. Sus municipios continuaron siendo gobernados por árabes, lo mismo que sus mezquitas, escuelas, centros de salud, organizaciones sociales y demás instituciones. Empezaron a mejorar su nivel económico por la afluencia de turistas y el intercambio comercial con el resto de Israel. Sus espacios eran recorridos sin problemas. No había muros de separación ni checkpoints. Muchos jóvenes que habían sido jordanos empezaron a estudiar en establecimientos israelíes.
Hasta que el clima de mutuo acercamiento fue roto por los atentados de varios grupos terroristas, en especial la OLP. Baste de ejemplo el asesinato de atletas israelíes en las Olimpíadas de Munich.
***
En octubre de 1973 Egipto sorprendió a Israel durante el recogimiento de Iom Kipur. Su inesperado ataque le dio una gran ventaja. Siria atacó por el norte. La conflagración fue más sangrienta que nunca. Israel podía ser derrotado y, en consecuencia, desaparecer. Es el único país del mundo que no puede permitirse una sola derrota, porque implicaría su extinción. ¡Perdón, Israel! Porque el mundo se limitó a contemplar. Tras duras batallas, Israel logró expulsar al invasor. Entonces comenzaron las negociaciones, que exigían –otra vez– retiradas israelíes sin compromisos de la otra parte. Los sacrificios y esfuerzos sólo debía hacerlos Israel. Nada importante se pedía a los Estados árabes. Basta con leer la prensa de ese tiempo. ¡Cuánta discriminación!
Unos cinco años después el presidente Anuar el Sadat de Egipto se ofreció a visitar Israel como gesto de buena voluntad. Israel lo aceptó enseguida, con enorme júbilo. Sadat se asombró por la vibrante bienvenida que le dio la población, que hizo flamear banderitas de Egipto e Israel en el camino que llevaba del aeropuerto hasta Jerusalén. Como registra la historia, este gesto fue recompensado por Israel con enormes concesiones: devolvió pozos petroleros, carreteras y aeropuertos en el Sinaí, cedió los hermosos centros turísticos que había construido en Sharm el Sheik y Taba. Incluso ofreció entregarle la Franja de Gaza, pero Egipto prefirió no hacerse cargo de los palestinos que allí vivían. Fue otra prueba del inconfesado malestar que le producen.
Las organizaciones guerrilleras palestinas, con apoyo soviético y cubano, ignoraron el camino de la paz y aumentaron sus ataques contra objetivos civiles. La OLP se hizo fuerte en Jordania e intentó apoderarse de su Gobierno. Entonces el rey Husein no tuvo piedad y lanzó sus tropas contra ella. Siria no le permitió refugiarse en su territorio. Los palestinos, cercados, sufrieron la muerte de unas veinte mil personas.Los jefes de la OLP consiguieron llegar al Líbano y, desde allí, organizaron nuevas incursiones asesinas contra Israel. ¡Perdón, Israel! El mundo no condenó con fuerza semejante conducta. La paz con Egipto había demostrado la voluntad conciliadora de Israel y ya no se justificaba seguir con estas agresiones. Pero los atentados no cesaban. Entonces Israel se vio obligado a ingresar en el Líbano para terminar con la plaga. Por desgracia, los conflictos étnicos, religiosos y políticos que existían en ese país agravaron esa trágica conflagración. Finalmente, la cúpula de la OLP decidió emigrar a Túnez.
Pero la acción corrosiva de las organizaciones guerrilleras envenenaron la atmósfera en los llamados territorios ocupados (que Israel tuvo la prudencia de no incorporar a su soberanía, como había hecho Jordania en 1949). El resultado fue un levantamiento llamado Intifada que sorprendió tanto a israelíes como a árabes.
Mientras, el mapa del Medio Oriente sufría graves sacudones: en Irán se impuso el régimen de los ayatolás y pronto estalló una espantosa guerra entre ese país e Irak. En el sur del Líbano se afirmó la organización chiita Hezbolá. Después Irak se apoderó de Kuwait y estalló la primera Guerra del Golfo. El líder de la OLP se embanderó con el presidente de Irak, que terminó derrotado.
Fue el momento en que Israel consideró posible llegar a un acuerdo con la desprestigiada OLP. El debilitado Arafat aceptó participar en las conferencias de Oslo y se dieron grandes pasos hacia un arreglo amistoso. A partir de ese momento, y gracias a la aparente buena disposición de los árabes, Israel permitió que los árabes de Palestina consiguieran lo que jamás tuvieron en toda su historia: un Gobierno autónomo. Nunca, pero nunca, los árabes de Palestina pudieron obtener semejante institución. Entendemos que no les alcanza, que quieren más, que prefieren un Estado independiente. Muy atendible. Pero ese Estado será viable en la medida en que esté comprometido con la paz y el desarrollo. No para imitar a Hamás y construir túneles que permitan asaltos al corazón de Israel o acumular perversamente misiles y explosivos en escuelas, hospitales y mercados para que no se los pueda combatir sin generar víctimas civiles.
¡Perdón, Israel! Por no exigir a la Autoridad Palestina –que existe gracias a ti– una conducta orientada hacia una paz confiable y duradera. Por no exigirle que estimule sentimientos de confraternidad con los judíos. Por no acusarla de permitir –y estimular–prédicas llenas de odio
Fuente: elmed.io
Tomado de: http://bajurtov.wordpress.com/2014/08/17/perdon-israel/
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