lunes, 27 de agosto de 2018

Asignatura Auschwitz: viajes escolares al horror para no olvidar el Holocausto

FOTOGRAFÍAS: JAVIER ARCENILLAS 
De grupos escolares a descendientes de víctimas o de supervivientes, miles de judíos visitan Auschwitz cada año para recordar el pasado de su comunidad y mantener viva la memoria
Irena recuerda el olor a carne quemada. Era «el humo de los muertos», dice torciendo la sonrisa. También recuerda el silencio, las restricciones de movimiento y el final de la tragedia: llegó en forma de terrón de azúcar, uno que le regalaron los soldados rusos. A sus 79 años, Irena cuenta esas vivencias de juventud a través de su nieto Pawel, que hace de intérprete mientras sujeta una cesta de fresas recién cogidas.
Ambos se criaron a pocos kilómetros de Auschwitz-Bikernau, el mayor campo de concentración del nazismo, en funcionamiento desde 1940 a 1945. Aún pesa esa cercanía al lugar donde se exterminó a entre 1,1 y 1,5 millones de personas: el granero ante el que hablan, sin ir más lejos, está construido con la madera que sobró tras la huida. 

Son polacos, descendientes de campesinos que tuvieron que darle la espalda al mayor genocidio de la historia: por imposición y por supervivencia. «Todo estaba cercado a 10 kilómetros a la redonda», narra Irena, «y los mayores nos prohibían acercarnos». Cuando se permitió, tras ese dulce de los vencedores, el descampado estaba desierto y sólo había «montañas de zapatos sin sus pares». Ahora ven a diario un reguero de autobuses que aparca en este cementerio sin lápidas, metáfora que se le suele acuñar.
Una parte proviene de Israel, donde estudiantes y adultos convierten estas excursiones en una catarsis emocional. Un ejercicio balsámico que pretende coagular las heridas del pasado, pero mostrar sus cicatrices: que la memoria escueza para no repetir la historia.
En la entrada al recinto, Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde 1979, centenares de escolares esperan en los tornos. Puede que algún bestseller o alguna superproducción de cine hayan tenido la culpa: la afluencia ha pasado de 500.000 visitantes en el año 2000 a más de dos millones en 2016. Al cruzar la famosa verja que sentencia «El trabajo os hará libres», las voces se atenúan. El implacable horror no deja resquicios al jolgorio: en los barracones se exponen fotos de prisioneros, montones de pelo, prótesis, cazos confiscados o ajadas prendas de ropa.
«Es una necrópolis muda. Sin flores ni coronas. Me gusta decir que estas maletas con nombres representan las lápidas que dejaron algunos», cuenta frente a una vitrina Agnieszka Fajferek-Depowska. «Hablamos de estadísticas, pero cada número era una persona», remarca ante un sigiloso grupo. Sigue con otra anécdota macabra que tiene que ver con los zapatos referidos por Irena: muchos se conservan unidos porque les apremiaban a atarse los cordones, para que a la salida de las duchas no se desparejasen. «Todos miraban por sí mismos. Pensar en los demás era un hecho excepcional», concluye esta guía de 30 años nacida en Oswiecim, la población más cercana.
Banderas de Israel y algunas kipás se mezclan con la muchedumbre. Una de ellas reposa en la cabeza de Saul Paves, brasileño de 43 años. Cada año realiza estaperegrinación con adolescentes de su centro judío en São Paulo. «Es difícil, pero necesario. Los jóvenes necesitan conocer la historia para propagarla», apunta el rabino.
Hace dos décadas, una de las muchachas que descubría in situ tan tremendo episodio era Meyrav. Fue al campo de concentración en 1994 con el colegio, según escribe desde Tel Aviv. Recorrieron guiados por un superviviente los blocks donde murieron sus antepasados. «Nos documentamos mucho. Con los 17 años de entonces te diría que fue importante. A lo mejor se consigue el mismo efecto mediante talleres, películas o lecciones de clase. Pero verlo fuera de Israel, con esa intensidad e inmediatez, da una mayor perspectiva».
Su amiga Tanya Drubetskaya coincide. Nunca ha estado, pero destaca que «no es obligatorio, aunque casi todo el mundo lo hace». «La historia es dolorosa, pero -salvo los más ortodoxos, que lo niegan- hay que conocerla. Aquí tenemos muchos organismos que se encargan de eso», aclara. El principal es el museo Yad Vashem, institución estatal por la memoria del Holocausto.
Según detalla Marisa Fine, del departamento de prensa, por sus salas pasa un millón de personas al año, y más de 18 millones consultan la web. «Hay visitas anuales de alumnos de Israel y programas para escuelas y movimientos juveniles del exterior.Algunos no son conscientes del horror. Tenemos que enseñarlo para educar y transmitir un mensaje de vida, de dignidad humana, de respeto y tolerancia al prójimo para que cada uno sea responsable de que esto no vuelva a ocurrir», apunta.
Cualquier conversación en Auschwitz o Bikernau se produce en un tono débil. En el primero quedan los barracones de ladrillo y una cámara de gas donde aún se palpan los arañazos agónicos que dejaron algunos. En el segundo, la restauración dejó vigas de madera y alguna nave con literas o letrinas, la puerta de llegada que cruzan unos tenebrosos raíles y un pequeño memorial con las nacionalidades que sufrieron la masacre. Allí dejan ramos y estampitas con la estrella de David varios israelíes.
«Es un mal sitio para los judíos y para la humanidad», suspira Eli, de 64 años. Vuelve por segunda vez tras 15 años. Su madre y su abuela pasaron por el barracón número 25 y sobrevivieron, como otros 65.000 afortunados. Después mantuvieron aquellos días en secreto. El temor a rememorarlos y el sentimiento de culpa por haber salido vivos de allí impusieron un régimen de silencio. «Mi madre se pasó 50 años sin comentar nada, hasta que llegó el equipo de Spielberg para rodar La lista de Schindler. Cuando la entrevistaron, lo contó todo», detalla Eli al lado de Mano, otro descendiente. «Es la primera vez que vengo, con 73 años», susurra. «Siento dos cosas. Desde el punto de vista familiar, una tremenda pena. Desde el histórico, una pregunta: ¿cómo pudo pasar?»
Tal interrogante genera innumerables tesis. La mayor duda es por qué se repitió en casos como los de Camboya o Ruanda. Por qué puede repetirse cuando aflora la xenofobia. Según este septuagenario, los campos de concentración quedan lejanos. «Hay documentos gráficos y escritos, pero ya no se siente igual. La segunda generación todavía, pero no las siguientes. Será historia muerta», sopesa. «Espero que los jóvenes no lo olviden, aunque cada vez se vive más enfrascado en nuestras propias vidas», reflexiona Elblinger Bira, psicóloga de 68 años que perdió a varios familiares aquí. «La primera vez que estuve me deshice. Se conocían cosas de loslager, pero imaginar lo que pasó me derrumbaba, porque no había tantos testimonios. En los 50, los que volvieron a Israel eran héroes. Se hicieron a sí mismos sin nada. Y en los 80 hablaban, pero no querían asustar», concede.
Les guía Beni, de 60 años. Viene desde hace décadas con grupos de Tel Aviv o Jerusalén. Presencia una reacción similar entre sus clientes: «Lo primero es la tristeza, porque casi todos perdieron a alguien aquí. Luego aflora el orgullo por haber mantenido la comunidad y la moral».
Sus excursiones se parecen a las organizadas por Sylvie Whitmann, checa de 51 años que visita «los lugares sagrados de los judíos»: guetos, templos de oración o campos de exterminio. «Estos últimos, de hecho, no me vuelven loca: son absolutamente necesarios, pero a veces sólo se centran en lo negativo», esgrime.«Hay que contextualizarlos, hablar con gente local que también se vio afectada, aunque no fueran judíos. Tenemos que ser mejores personas que nuestros antepasados, manteniendo viva la memoria».
Ambos monitores deslizan un cotilleo curioso: también hacen chistes sobre las cámaras de gas. ¿No les molestan? «No nos gusta que los cuenten otros», arguyen. ¿Y los hacen entre estos ladrillos de la vergüenza? «No, no es un sitio adecuado». Ni lo es ni dan ganas. En el Pabellón 27, por ejemplo, hay una exposición permanente. Los nombres de los muertos están escritos en hebreo y braille en varios libros encuadernados. Unas pantallas muestran fotografías y homenajes póstumos. Son parte de los proyectos educativos que tiene este museo, tutelado por el ministerio de Cultura y del Patrimonio Nacional de Polonia y sufragado con fondos polacos (a partir de los noventa, también con donaciones internacionales).
«Vienen estudiantes, funcionarios o policías, y la visita es la misma. No miramos la religión, sino la nacionalidad», explica Pawel Sawicki, responsable del área pedagógica del campo, en una sala de una exposición que ha traído más de 600 objetos de Auschwitz a Madrid. Es la primera vez que salen de Polonia. Las cifras oficiales que se manejan dicen que en 2015, acudieron al complejo Auschwitz-Bikernau 1.379.000 europeos (sumando Rusia e Israel), 128.000 estadounidenses, 105.600 asiáticos, 34.500 de Australia y Oceanía, 7.700 africanos y 20.900 sudamericanos.
«Nuestro malestar en el presente está inscrito en el pasado», trataba de expresar Irena con su nieto frente a su casa. Lo anotó igual la superviviente Magda Hollander-Lafon en Cuatro mendrugos de pan, cuyas primeras líneas contradicen aquel famoso aforismo del filósofo alemán Theodor Adorno: «No puede escribirse poesía después de Auschwitz».
Son así: Treinta años después / perforo, conmovida, el espeso muro de mi memoria. / Para que todas esas miradas / que mendigan esperanza / no se conviertan / en polvo.
http://www.elmundo.es/papel/historias/2018/08/19/5b780cbe468aeb99658b45ff.html

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Netanyahu plantea la paz con los saudíes como clave para resolver el conflicto con los palestinos En una entrevista con Al Arabiya, el prime...