jueves, 23 de junio de 2022

Cuando tenía 15 años me fui sola a vivir a Israel.


No fue fácil, pero valió la pena.

Los anuncios retumbaban por los altoparlantes; la gente nos adelantaba para subir a sus vuelos. Yo no les prestaba atención. A pesar del ruido y del alboroto que nos rodeaba en el aeropuerto Kennedy, yo sólo podía enfocarme en mi familia. Era el 28 de agosto del 2012, y estaba por irme a vivir a Israel. Sola.

Hasta ese momento había vivido en una comunidad judía protegida y muy cómoda de Chicago. Estaba rodeada de gente que se veía y actuaba como yo, gente que hablaba el mismo idioma y tenía creencias similares. Era difícil imaginar dejar a mi comunidad, especialmente cuando nunca había pensado mudarme de ese lugar.

Pero todo cambió cuando escuché sobre Naalé, un programa que provee a los adolescentes judíos educación secundaria gratuita en Israel. De alguna manera, sentí que eso era algo que debía hacer, algo que es difícil de explicar a otras personas. "¿Por qué no esperar hasta que termines la escuela secundaria?", me preguntaron algunos, mientras que otros directamente no podían entender cuál era el atractivo de Israel.

Mi razonamiento original fue que deseaba explorar el mundo más allá de mi burbuja comunitaria. Quería experimentar una nueva cultura, sentir el sabor de una vida que nunca había vivido. También imaginé que eventualmente haría aliá (inmigraría a Israel), lo cual sería más fácil si ya me había aclimatado al país.

Pero al estar en el aeropuerto y mirar a mi familia, todas estas razones parecían vacías. Mudarme a la otra mitad del mundo no parecía ser un paso necesario para experimentar algo diferente o para prepararme por si llegaba a hacer aliá. En cambio, hubiera podido simplemente ir a un campamento de verano en Israel.

Mis pensamientos conflictivos fueron interrumpidos cuando el representante de Naalé me dijo que había llegado el momento de partir. Apenas tuve la oportunidad de abrazar a mi familia una última vez antes de que me hicieran avanzar por la larga fila de seguridad. Me di vuelta y los miré, con los ojos llenos de lágrimas, pero tenía que llegar a mi vuelo. Los saludé una última vez con la mano y giré en la esquina. Ellos ya no estaban.

Tenía 15 años y estaba dejando atrás mi vieja vida.

Sola


Volverme israelí llevó mucho más trabajo de lo que originalmente había esperado. Yo era diferente en todos los sentidos. Me vestía como una norteamericana, tenía acento norteamericano, y pedía las cosas de forma demasiado amable. Aprender hebreo me provocó mucha vergüenza. Siempre cometía errores, me enredaba en las palabras. Terminaba la jornada escolar con dolor de cabeza y seguía preguntándome cuándo llegaría finalmente a captarlo. No podía imaginarme a mí misma manteniendo una conversación completa en hebreo sin enredarme. Parecía algo completamente alejado.


La parte más difícil fue la distancia con mi familia. Todo el tiempo sabía qué hora era en ese momento en Chicago y esperaba hasta poder llamarlos. Extrañaba tener el sistema de apoyo de personas para quienes yo era una prioridad. A pesar de lo mucho que el equipo de mi escuela estaba a mi disposición, ellos no podían reemplazar a mis padres.

A pesar de todos los desafíos (o debido a ellos), estaba cambiando y mejorando. Naalé constantemente nos llevaba en nuevos paseos y caminatas, exponiéndonos a la belleza de Israel. Me recibieron en casas de familias israelíes por todo el país, donde aprendí mucho sobre las diferentes prácticas culturales y probé comidas de las que nunca antes había oído hablar, como jajnún, petitim e injera. Conocí personas de todo el mundo, de Sudáfrica, Holanda, Francia y muchos lugares más. También aprendí que gran parte de la jerga israelí eran simplemente palabras en inglés pronunciadas con acento israelí.

Mi primer año en Israel fue toda una aventura. Así fue como logré mantenerme en los momentos difíciles. Recuerdo cuánto más había que hacer al día siguiente. Todo el tiempo me decía a mí misma que si lo deseaba podía regresar a mi hogar. A Chicago.

Sólo durante mi segundo año en Israel mi decisión realmente fue puesta a prueba. Fue el primer día del 11° grado, y acababa de regresar de un verano increíble en Chicago. Mientras estaba allí no tenía que preocuparme cada semana por dónde iba a pasar el Shabat ni preguntarme si sonaba tonta cuando hablaba. Regresar a Israel ya no era un brillante juguete nuevo, con nuevas aventuras esperándome y experiencias por vivir. Al observar mi habitación en el dormitorio estudiantil, el baño que compartía con otras siete jovencitas y la comida que detestaba de la cafetería, añoré la vida que solía tener y me pregunté por qué había cedido a ella.

Allí fue que llamé a mis padres llorando. "No puedo hacer esto", les dije, tratando de respirar en medio del llanto. "Cedí a toda mi infancia. ¿Y por qué? No quiero hacer más esto. Quiero volver a casa". Mis padres me escucharon con empatía, y después de una larga discusión llegamos a una solución: me quedaría en Israel durante las festividades, hasta el final de Sucot. Si entonces quería regresar a Chicago, me comprarían un pasaje en el primer vuelo que hubiera.

Tuve que cuestionar mi lógica una vez más. ¿Por qué había decidido irme a vivir en Israel? Más que eso, ¿por qué debía quedarme? Estaba segura de que saltaría al primer vuelo que regresara a Chicago después de Sucot.


Pero Rosh Hashaná me brindó un nuevo entendimiento. Observé asombrada cómo se transformaba todo el país. Los comercios vendían manzanas y miel, tarjetas festivas y tortas de miel. Los autobuses anunciaban en sus pantallas la llegada del nuevo año. Y todo el mundo se preparaba para la festividad. Ya lo había visto el año previo, pero entonces estaba demasiado abrumada como para poder valorarlo. Sin embargo ahora, en mi segundo año en Israel, sentí una enorme sensación de paz. De repente supe que estaba haciendo algo correcto. Estaba acostumbrada a vivir en un país donde mi religión ocupaba un segundo lugar después de la época de la navidad, y eso en el mejor de los casos. Pero en Israel, ser judío era normal.

Ese fue el año en el cual Israel no fue una aventura, sino cuando realmente lo viví. De repente, los desafíos que había considerado innecesarios y dolorosos ahora me ayudaban a crecer y convertirme en la persona que se supone que debo ser. El idioma que no podía entender se había vuelto accesible. Mi vocabulario en hebreo e inglés lentamente se iban unificando. Y la cultura que me resultaba tan confusa comenzaba a volverse propia.

Ya no podía decir que al regresar a Chicago regresaba a casa.

Ya estaba en casa.

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