«Nos dijeron que no toleraban a cristianos a bordo»
19 de abril de 2015. 01:49h Roma.
Si estás en una lancha hinchable en medio del mar, hacinado con otras 100 personas y te diriges a Italia escapando de la guerra y de la miseria, por poca fe que tengas es natural que te pongas a rezar. Es lo que hicieron los 105 inmigrantes que zarparon el pasado domingo de una playa de Trípoli, la capital libia. Al poco de partir, cada uno se refugió en la oración. «¡Aquí sólo se reza a Alá!», bramó entonces uno de los viajeros, en su mayoría musulmanes. Provenían de Costa de Marfil, Senegal y Mali. Con esas palabras empezó la pelea contra la minoría de compañeros de viaje cristianos, de nacionalidad nigeriana y ghanesa. «Tiraron a nueve ghaneses y a tres nigerianos al agua», contó Yeboah al llegar a Palermo el jueves después de ser rescatado por una nave italiana en alta mar el día anterior. «Sobreviví porque con mis compañeros nos abrazamos los unos a los otros para resistir a nuestros agresores durante una hora. Luego llegó un barco para socorrernos». Lambert, otro de los supervivientes, recordó que los musulmanes de la nave «dijeron expresamente que no toleraban la presencia de cristianos a bordo».
Los 12 cristianos muertos con los que acabó la pelea en la lancha constituyen el caso más dramático de un viaje que cada vez alcanza una mayor violencia. Es el último agravante del creciente éxodo de inmigrantes que desde las costas libias tratan de llegar a Italia. Sólo esta semana han sido socorridas más de 11.000 personas. Una de ellas era Fatou (nombre ficticio), una joven proveniente de Costa de Marfil. «Perdimos la ruta y estuvimos en el mar durante 5 días. Nos entraba agua en el barco y hubo algunos que murieron», contó a los medios locales tras desembarcar en el puerto de Palermo. «Se nos acabó el agua y no teníamos nada para comer. Bebimos agua del mar. Llegó un momento en que se produjo una pelea y algunos sacaron los cuchillos. Hubo algunos hombres heridos que acabaron en el agua y se ahogaron. Tuvimos suerte de que nos encontraran. Estamos hechos polvo».
La violencia que algunos sufren en la travesía por el Mediterráneo es una constante en Libia y en las etapas anteriores del viaje. Casi nadie se libra de ella; tampoco los menores de edad. Lo sabe bien Berhane, un eritreo de 17 años que llegó estos días a Palermo sin estar acompañado por un adulto. Al poco de desembarcar utilizó sus conocimientos de italiano para ayudar a que el personal de socorro pudiera entenderse con los inmigrantes con quienes viajaba.
«Las primeras atrocidades las vivimos en el desierto», contó a «Save the Children» Berhane, que desde Eritrea viajó a Etiopía, Sudán y Libia. «Estábamos unos 30 en un camión. Los traficantes y el conductor habían tomado cocaína y otras drogas. Si hacías algo que no les gustaba, cuando paraban el camión lo pagabas. A algunos les echaban gasolina y les prendían fuego». Al llegar a Libia la situación no mejoró. «Nos pegaban continuamente, en algunos casos con barras de acero. A algunos los decapitaron». Como otros muchos inmigrantes desembarcados en Italia por el Canal de Sicilia en las últimas semanas, Berhane describió el caos en que está sumida Libia por la guerra civil, una situación que aprovechan los traficantes de personas para ejercer su violencia. «Estuve cuatro meses en una fábrica de sardinas cerca de Trípoli. Éramos unos 1.000. Sólo comíamos una vez al día y no podíamos hacer nada. Si hablabas con alguien te pegaban. Nos hacían llamar a nuestros familiares para decirles que nos estábamos muriendo. Mientras lo hacíamos nos pegaban para que escucharan los alaridos». Pese al riesgo de la travesía por el Mediterráneo, Berhane considera que las peores partes de su viaje las pasó en Libia y en el desierto. Ahora se encuentra en un centro de acogida de menores en Sicilia, aunque no tiene intención de quedarse en Italia, pues desea emigrar en cuanto pueda al norte de Europa para iniciar allí una nueva vida. Dice haber pagado en total unos 5.000 euros a los traficantes. Más caro le salió el viaje a Luul, una somalí que desembolsó 6.400 euros por las distintas extorsiones a las que fue sometida en su odisea por media África. «En Sudán un traficante nos dejó en el desierto diciéndonos que debíamos llamar a nuestras familias para pedirles dinero. Si no, no habríamos podido continuar. Nos pegaban. ¿Ve las cicatrices en torno a mi ojo?», le contó a Médicos Sin Fronteras esta madre de cuatro hijos. «En el desierto libio 12 personas de nuestro grupo murieron por el hambre y el cansancio. Así falleció una chica de 16 años a la que preparé para la sepultura según la tradición musulmana».
La peor parte del viaje, como a todos, le esperaba a Luul en Libia. «En Trípoli tuve que llamar otra vez a mi familia para que me enviaran más dinero y que me dejaran ir. Durante un mes esperé en una casa aislada. Nos daban medio litro de agua y una comida al día y nos pegaban a todos. Los traficantes maltrataban a hombres y a mujeres. Sufrimos violencia verbal, humillaciones y algunas mujeres fueron violadas. Yo no porque hablo árabe. Intenté explicarles que la religión musulmana no permite esos comportamientos. Les decía: ‘‘¿Pero no tenéis miedo de Dios?’’», cuenta esta mujer que huyó de Somalia porque pertenece a una etnia perseguida en su país. También escapaba de la violencia Edwin, un nigeriano de 17 años que decidió buscarse la vida en Europa tras ver morir a uno de sus hermanos en un atentado terrorista en octubre. Como él, otros nigerianos llegados estos días cuentan que huyen de las matanzas cometidas por el grupo islamista radical Boko Haram.
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