miércoles, 9 de noviembre de 2022

La horrible experiencia de mi madre en Kristallnacht.



A pesar de haber tenido la fortuna de escapar de Alemania, mi madre no salió ilesa.

Durante mi infancia, siempre supe que mi padre era un sobreviviente del Holocausto y que mi madre era una refugiada que escapó de Alemania antes de la guerra. Para mí, y para los demás, mi madre no se incluía en el grupo de las personas que sufrieron durante el Holocausto. Ella había sido afortunada. O eso fue lo que pensé, hasta que descubrí una versión diferente de la historia de vida de mi madre.

Mi madre, Bella, era uno de los dos hijos de la familia Alperowitz. Su padre, Hugo, era el shojet (matarife), el maestro y el jazán del pueblo. Su madre, Ida, había nacido en Basel, Suiza, y era miembro de la familia Goldschmidt, famosos por su editorial. Hugo e Ida Alperowitz, mis abuelos, vivían en Sulzberg, Alemania, y enviaron a su hijo mayor, Pésaj Meir, a estudiar en una Ieshivá porque el creciente antisemitismo que había en Alemania durante los años previos a que Hitler llegara al poder, llevaron a que le fuera imposible continuar sus estudios en Alemania.

Decidí llevar a cabo un proyecto de investigación y produje con mis hijos un documental que presentaba a sobrevivientes del Holocausto con sus hijos. Naturalmente incluí a mi madre, porque ella era una refugiada, además de ser mi madre. Durante la entrevista, descubrí por primera vez los detalles de la experiencia personal de mi madre en Kristallnacht (la ‘Noche de los cristales rotos’).

"Uno de los recuerdos más vívidos de esa noche, es el sonido de las botas de la Gestapo sobre el pavimento", contó mi madre. Ella tenía sólo siete años, pero dice que el sonido singular de la marcha de esas botas sigue resonando en su mente.

"Estábamos en el salón, escuchamos que marchaban y entonces oímos golpes en la puerta. No era la forma habitual de llamar a la puerta, sino más bien como si golpearan con los puños. Entraron y sacaron todos los libros de mi padre. Él era el melamed (maestro) del pueblo y tenía una gran biblioteca. Se llevaron todos los libros. Después agarraron a mi padre y también se lo llevaron".

Mi madre y mi abuela no durmieron durante toda la noche, asustadas, atemorizadas y confusas. Al día siguiente, mi abuela fue a la oficina de la Gestapo para tratar de saber a dónde habían llevado a su esposo. El oficial le dijo que saliera del país mientras aún podía hacerlo. Ella era ciudadana suiza y podía usar sus documentos para salir del país.

Eso fue exactamente lo que hizo mi abuela, pero los detalles no fueron registrados, así que tuvimos que reconstruirlos a partir de los recuerdos de mi madre. Mi abuela viajó a Suiza en tren y dejó a mi madre en un "hogar para niños". Cuando le pedí a mi madre que me explicara qué era un hogar para niños, lo único que pudo decirme fue que era un lugar en el que vivían niños como ella que habían sido separados de sus padres. Mi madre no entendió por qué estaba allí, cuánto tiempo debería quedarse o dónde estaban sus padres.

Mientras tanto, mi abuela regresó a Alemania con la esperanza de encontrar a su esposo, pero posteriormente supo que había sido deportado a Dachau. Ella pidió ayuda al consulado suizo. Milagrosamente, su intervención tuvo éxito y seis semanas más tarde mi abuelo fue liberado. Su cabello castaño se había vuelto completamente blanco.

Mis abuelos escaparon de Alemania y regresaron a Suiza a buscar a mi madre en el hogar para niños. Hicieron los arreglos necesarios para viajar a Palestina, y también mandaron a buscar a Pésaj Meir. Ellos se asentaron en Palestina y vivieron en una granja de pollos en Beit Itzjak. Mi abuelo siguió haciendo shejitá. Para incentivar a los clientes a comprar sus pollos, mi abuelo ofrecía un servicio gratuito: los clientes recibían los pollos desplumados. Esto en verdad era un gran incentivo, porque sacar las plumas de un pollo es una tarea muy desagradable. Si no lo crees, puedes preguntarle a mi madre. Ella puede explicártelo, porque era la encargada de hacerlo.

Los detalles del relato son pocos. Me gustaría saber más respecto a cómo mi abuela tuvo el coraje de volver a Alemania, cómo ella y el consulado suizo lograron liberar a mi abuelo, qué fue lo que mi abuelo contó sobre Dachau, cómo fue que decidieron tener una granja de pollos en Palestina cuando estaba asolada por la pobreza y, más que nada, me gustaría saber más sobre el hogar para niños en Suiza. Para una niña de siete años, seis semanas es un período sumamente largo, en especial porque no tenía idea en qué momento (o si alguna vez) se iba a volver a reunir con sus padres. El trauma de la invasión de la Gestapo, ver su hogar saqueado, que arrestaran a su padre, que la llevaran a un país extraño y la dejaran allí, el aparente abandono de su madre… Todo fue una experiencia infernal.

Cuando reflexionamos sobre el Holocausto, el trato barbárico y el asesinato de seis millones de judíos y las atrocidades que soportaron los sobrevivientes, excluimos a las personas como mi madre, los afortunados que lograron escapar y estar a salvo. Pero los eventos que mi madre y otros refugiados soportaron también merecen nuestra atención.

A pesar de haber sido suficientemente afortunados y poder escapar de Alemania, ellos no salieron ilesos. Me llevó mucho tiempo entender que estas experiencias afectaron de forma dramática sus vidas, tanto física como emocionalmente. Ellos también se ganaron el derecho de ser reconocidos junto con los sobrevivientes de los campos de concentración como mi padre; en realidad, las víctimas fueron más que seis millones.

Quizás ahora reflexiono sobre la injusticia que cometí al no reconocer el trauma de mi propia madre ante los eventos de su infancia. Los niños son incapaces de ver a sus padres de forma realista. Los padres son idealizados. Ser criado por un padre traumatizado puede ser una experiencia traumatizante.

Hoy, con todos mis años de entrenamiento como psicoterapeuta, mi experiencia trabajando con pacientes traumatizados, mi conocimiento de las últimas investigaciones y mi participación en un grupo de segunda generación, llegué a un entendimiento más completo de mi madre. Aunque la veo congelada en el tiempo como una atemorizada niña de siete años, también veo su coraje y su valentía, su deseo de vivir y sobrevivir a los múltiples traumas que soportó a lo largo de su vida. Pero sobre todo veo mi propia capacidad de reconocer y perdonar.

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