La lección que aprendí viajando con un sombrero blanco.
Los actos aparentemente insignificantes forman parte de una sinfonía cósmica.
Viajando por Europa
Estaba con mi mochila por alguna parte de Alemania cuando se me ocurrió que podía sorprender a mis padres, cuyo primer viaje a Europa coincidió con el mío. Eso era todo lo que nuestras aventuras tenían en común. Yo vivía con muy poco dinero, dormía en hostales y pensiones, viajaba en segunda clase sin ningún itinerario. Sólo sabía dónde iban a estar mis padres porque me habían dado el cronograma de su excursión por Europa en el Orient Express.
Ese día me subí a un tren hacia Austria. Podía encontrarlos la tarde siguiente cuando su tren llegara a Viena.
El sombrero blanco
La mañana después de llegar a Viena, mientras iba a prisa hacia la estación, vi de reojo en una vidriera algo que me hizo detenerme a observarla.
Era una tienda de sombreros, y en medio de todos los sombreros que había en la vitrina, había uno de fieltro color blanco, tan elegante y llamativo que pedía a gritos que lo compraran. Combinaba la aventura y el coraje de Indiana Jones con la confianza en sí mismo de Sam Spade. ¡Tenía que tenerlo!
O tal vez no. El sombrero costaba 20 chelines, equivalentes a 20 dólares, mis gastos de manutención de dos días. Era un lujo injustificable y tenía prisa. Lo dejé de lado.
Las pocas horas que compartí con mis padres fueron un placer. No me habían visto durante medio año. Abracé a mi madre y luego a mi padre, quien al darme un último apretón de manos me dio un billete de 20 chelines… exactamente el precio del sombrero blanco.
Partí de Viena con mi nuevo sombrero en la cabeza. Me gustaría contarles que muchas personas me pararon por la calle para decirme que me veía muy elegante. Sin embargo, la verdadera historia es menos dramática, pero mucho más intrigante.
Algunas semanas después de haber comprado el sombrero, comencé a escuchar la misma clase de comentario con sorprendente regularidad. “Te vi en España”, me dijo un australiano en Florencia. “Te vi en Roma”, me dijo un inglés en Atenas. “Te vi en el ferry desde Brindisi”, me dijo un norteamericano en Plakias. Aparentemente mi sombrero era una de las vistas más populares de Europa.
De no ser por mi sombrero, ninguna de esas personas me hubiera prestado atención. Comencé a preguntarme cuántas veces podía cruzarme en el camino con la misma persona sin que ninguno reconociera al otro. Y de qué manera el hecho de que nuestros caminos se cruzaran nos afectaba mutuamente de una forma sutil pero significativa, sin que ni siquiera lo notáramos.
La sinfonía de la Creación
Al componer sus Salmos, el Rey David introdujo muchas de sus composiciones con la palabra La-Menatzeaj, ‘para el Director’. El mundo es como una sinfonía y todos sus habitantes son como músicos, contribuyendo con sus melodías y armonías a la obra magna de la Creación. Cada interacción está cuidadosamente orquestada por el Gran Director, cuya batuta silenciosa nos guía a cada uno por el camino, mientras que a través de nuestras propias elecciones, contribuimos a la música divina de la historia humana.
Que reconozcamos o no cómo nuestra contribución individual completa la sinfonía no tiene importancia respecto al valor de esas contribuciones. El Director lo sabe, y la armonía perfecta de la Creación es la prueba de Su sabiduría. Como el proverbial efecto mariposa, en el cual el batir de alas de un pequeño insecto produce un huracán en el otro extremo del mundo, así también un acto pequeño, aparentemente insignificante, puede tener un resultado de importancia cósmica.
La mayoría de las veces no vemos la causa inicial ni el eventual efecto de determinado acto. Pero imaginen si pudiéramos verlo.
Imaginen esto: Un auto se te adelanta y luego reduce la velocidad a paso de tortuga, lo que provoca que pierdas la luz verde del siguiente semáforo. Rechinas los dientes frustrado y te aferras con fuerza al volante.
Lo que no sabes es que una cuadra más adelante el conductor de un camión de mudanzas calculó mal el tiempo de una luz amarilla y cruzó el semáforo en rojo. Si no te hubieras detenido en ese semáforo, habrías estado en medio de esa intersección, precisamente en medio del camino del camión.
O imagina esto: Tu avión llega dos horas tarde, por lo que pierdes tu conexión, pierdes un encuentro de negocios y debes pasar seis horas en el aeropuerto esperando otro vuelo. Tu teléfono celular no tiene recepción, la batería de tu laptop murió, y dejaste la novela que estabas leyendo en el bolsillo del asiento, porque estabas muy apurado por bajar del avión. Así que ahora tienes que gastar una cantidad exagerada de dinero para comprar otro libro en el aeropuerto.
Lo que no sabes es que la adolescente que está al otro lado del puesto de libros decidió huir de su casa después de haber peleado con sus padres. La razón por la que te observa todo el tiempo es porque te pareces mucho a su padre. Cuando te levantas para irte, ella ha reconsiderado su huida y decidió regresar a su casa y reconciliarse con sus padres.
¿Suena descabellado? Tal vez, aunque cada uno de estos escenarios es una variación de una historia real.
Cada uno de nuestros actos, grandes o pequeños, pueden tener consecuencias que alteren el mundo. Es posible que no sepamos cuáles serán esas consecuencias hasta que podamos ver todo el tapiz de la Creación en el Mundo Venidero.
Lo que descubriremos entonces será una historia más impresionante que las historias más locas de nuestra imaginación.
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