martes, 8 de marzo de 2022

El fallecimiento de mi suegro


No podemos elegir cómo partirán nuestros seres queridos.

A los judíos nos cuesta decir adiós. Cortar el teléfono o incluso irse de una cena de Shabat puede ser muy difícil. Pero el repentino fallecimiento de mi suegro no nos dio la oportunidad de despedirnos. En unos pocos segundos pasamos de planificar ir un fin de semana a visitarlo, a salir corriendo a su funeral. Lamentablemente no hubo oportunidad de ninguna clase de despedida. Nos sentimos abandonados.

En vano deseamos haber tenido la oportunidad de despedirnos. Tener alguna clase de cierre. Ojalá lo hubiera llamado más a menudo y hubiera alentado a mis hijos a hacer lo mismo. Me gustaría haberlo sorprendido, haberle enviado algunos pasteles sin ninguna razón especial… ¡simplemente porque si! Me hubiera gustada haberlo visitado cuando hubo un fin de semana largo y no haber esperado hasta las vacaciones de invierno, porque para entonces ya era demasiado tarde. Me gustaría haber podido agradecerle una vez más por educar a mi esposo para que se convirtiera en el hombre que es hoy. Hay tantas palabras que quedaron sin decir.

Qué contraste entre todo esto con el fallecimiento de mi suegra. Precedido por una prolongada enfermedad y terminando en una prolongada despedida, nos despedíamos todo el tiempo. Durante su enfermedad, en cada festividad celebrábamos y nos preguntábamos en secreto: ¿Será este su último Sucot? ¿Es este su último Janucá? Cada visita terminaba con despedidas emotivas y reflexiones silenciosas. ¿Acaso esta es "la" despedida?

Cuando la enfermedad se apoderó de su cuerpo y el fin era inminente, ella ya no podía comunicarse y la medicina moderna efectuaba artificialmente las labores de sus órganos principales. Cada día un miembro de la familia decía el Shemá y la confesión del vidui, la última plegaria que los judíos dicen antes de partir de este mundo.

Cantamos, lloramos, le hablamos, pusimos su música favorita. Rociamos el perfume con su aroma característico, colgamos fotografías. Su santa alma no estaba lista para dejar su cuerpo ya debilitado. Los días se convirtieron en semanas y las semanas se convirtieron en meses. Y seguimos intentando decir adiós.

Comenzamos a cambiar nuestras despedidas por un permiso para que pudiera partir. Mami, está bien, puedes dejarnos, peleaste una buena batalla, te queremos, nos mantendremos unidos, cuidaremos a Papi. Alentamos a todo el equipo médico a hacer lo mismo. Pero ella seguía adelante.

Quité de sus uñas el esmalte rojo. Mi suegra, un miembro activo de la Jevrá Kadisha, sin duda no querría imponer más trabajo a las mujeres que realizarían su tahará (la ceremonia judía de purificación que prepara el cuerpo para el entierro) con esa tarea adicional. Así que llevé acetona a la Unidad de Terapia Intensiva y jugué a la manicura. Incluso sin el esmalte rojo, Mami seguía prevaleciendo.

Seguimos diciéndole adiós de cada forma que conocíamos en lo que parecía ser la despedida más larga de la historia.

Podemos debatir cuál partida fue mejor: la muerte repentina de mi suegro o la despedida prolongada de mi suegra. En cualquier caso, no podemos elegir cómo partirán nuestros seres queridos.

En las semanas siguientes al fallecimiento de mi suegro sentí más conciencia respecto a aprovechar las oportunidades, a dar prioridad a mis relaciones con las personas que más me importan, a dejar de posponer las cosas.

Por eso que el Talmud nos dice que debemos arrepentirnos un día antes de morir. Dado que nadie llega a este mundo con una fecha de expiración impresa en la muñeca, la sabiduría judía nos enseña que debemos vivir enfocados en ser nuestra mejor versión, amarnos a nosotros mismos y a quienes nos rodean y profundizar cada día nuestra relación con Dios, porque nunca sabemos si hoy será nuestro último día.

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